Un buen día, sileno un seguidor de Dionisio,
el dios griego de las fiestas y del vino, llego al palacio del rey midas. Este
era muy ambicioso y amaba las riquezas, pensó que si trataba bien a sileno, el
dios Dionisio se lo agradecería.
Midas ofreció a sileno las mejores habitaciones,
le regaló sus vestidos más bonitos y organizó grandes banquetes para él. Y Dionisio
quiso premiar a midas por el trato que había dado a sileno.
-cualquier deseo que pidas te será
concedido - le dijo.
-quiero que todo lo que toque se
convierta en oro, -contesto midas sin dudas.
Cuando Dionisio desapareció, el
rey midas quiso probar la eficacia de su don. Agarro una piedra y esta se
volvió de oro. Toco una mosca con un dedo y también se hizo de oro.se lavo la
cara en la fuente y el agua también quedó convertida el oro.
El rey midas se sentía feliz y pidió
que le trajeran toda clase de objetos para convertirlos en oro. Le llevaron
flores, hojas, leña, jarrones, sillas, mesas y muchas otras cosas más. Todo de
convertía en oro cuando el rey lo tocaba. Pero cuando midas quiso comer, no
pudo. Los alimentos también se convertían en oro. Hambriento y desesperado, empezó
a dar manotazos a todos los muebles y personas que encontraba a su paso, y muy
pronto, todo lo que había en el palacio se había convertido en oro. Y midas, se
vio rodeado de oro, pero se encontró más solo y más pobre que nunca.
Fin
El pato de oro
Cierta vez, en un valle muy apartado,
vivía un granjero con su esposa y sus tres hijos.
Simplón, que era el hermano más
pequeño, era también el más inocente y todo el mundo se burlaba de él.
-¡simplón, simplón! -le decían a menudo
sus hermanos-. ¡Ya te han engañado otra vez!
Cierta vez, el hermano mayor de simplón
fue al bosque a cortar leña. Cuando iba a empezar a trabajar, se le apareció un
anciano y le dijo:
-¿me das un poco de tu merienda,
muchacho?
-no -respondió el joven-. Mi madre ha
preparado esta merienda para mí, no para extraños.
Al día siguiente, fue el hermano
mediano el que salió a buscar leña. También se le apareció el anciano y el
joven se negó a compartir con él su merienda.
Al tercer día le tocó a simplón ir a
buscar leña al bosque.
-dame un poco de tu merienda -le dijo
el anciano.
-con mucho gusto -respondió simplón-.
Siéntate a mi lado y comeremos los dos.
El anciano, agradecido, regaló un pato
a simplón.
Pero no era un pato como los demás, ya
que tenía las plumas de oro.
Caminando, caminando, simplón llegó a
la puerta de una posada. Las hijas del posadero, que eran muy curiosas, se
quedaron admiradas de ver aquel extraño pato. Al llegar la noche, mientras
simplón dormía, una de las hermanas arrancó una de las plumas de oro al
pato.-quiero ver si, verdaderamente, tiene plumas de oro -se dijo. La segunda
hermana llegó con la misma intención, gritando:-¡yo también quiero una pluma de
oro! Pero al coger la mano de su hermana, se quedó pegada a ella y ya no pudo separarse.
La tercera hermana, que también pensaba arrancar una de las plumas del pato, se
quedó pegada a la segunda.- ¿qué ocurre? -dijo una-. No hay duda: este pato
está encantado.
El posadero, su padre, quiso
separarlas, pero también se quedó pegado a ellas.
-¡soltadme, soltadme! -empezó a gritar
el posadero al ver que sus hijas, llenas de espanto, corrían por las calles del
pueblo-. ¡Estoy gordo y no puedo correr como vosotras!
Al posadero se le unió un soldado que
pasaba por allí y también una buena mujer que regresaba del mercado.
-¡socorro, socorro! -gritaban todos,
cada vez más asustados.
Simplón, que no comprendía nada de lo
que estaba pasando, iba detrás de ellos con su pato de oro. Caminando,
caminando, simplón y la extraña comitiva llegaron a un país donde había un rey
que estaba muy preocupado porque su hija estaba muy triste y no podía hacerla
reír.- ¡ja, ja, ja, ja! -se rió la princesa, al ver a simplón y a los otros-. ¡Qué
cosa más divertida! El rey, que había prometido una valiosa recompensa a quien
hiciera reír a su hija, curándola de su tristeza, le dijo a simplón:-¿qué
deseas muchacho?-quiero la mitad de tu reino -respondió simplón. Al rey no le
hizo mucha gracia la petición, pero como era hombre de palabra, consintió en
ceder al muchacho la mitad de su reino.-no será necesario que dividas tu reino,
padre mío -dijo la princesa-, si este joven encuentra la solución adecuada.
Simplón, que no era tan tonto como parecía, dijo, después de pensar un poco.-la
única manera de no dividir tu reino consiste en que me des la mano de tu
hija.-sea -accedió el rey-. Pero tendrá que pasar algún tiempo. La boda se
celebró al cabo de unos años, con gran contento de los padres y hermanos de
simplón y también del posadero, de sus tres hijas y de todos los que habían
sido encantados por el pato de oro.-a él se lo debemos todo -dijo simplón.-no
-respondió la princesa-. Se lo debemos a tu generosidad con aquel anciano. Si
no hubieras repartido con él tu merienda, jamás nos hubiéramos conocido.
Fin
La pastorcita
Cierta vez, en un hermoso país lleno de
montañas y verdes valles, vivía una pastorcita de largas trenzas rubias, ojos
azules y un cutis del mismo color que los melocotones maduros.
Se llamaba Laura y tenía tres
corderitos. Uno, dos, tres.
Cada mañana los contaba para saber si
había perdido alguno.
Un día, el rey de aquel país, que era
muy joven y apuesto, se internó en el bosque para cazar.
-¡Cuidado! -gritaron los conejitos-.
Hay que avisar a los otros animales para que se escondan.
El rey, durante la caza, perdió una
pequeña campanita de plata que llevaba en las espuelas.
El rey y sus servidores buscaron la
campanita por todos los rincones del bosque. Buscaron y buscaron, pero la
campana no apareció.
-¡Qué pena! -dijo el joven rey-. Era un
regalo de mi madre. Seguid buscando, amigos: tenemos que encontrarla.
De pronto uno de los servidores del rey
gritó, muy enfadado, señalando a uno de los corderos de Laura.
-¡Majestad! Uno de los corderitos de
aquella pastora acaba de tragarse las campanita de plata.
-¿Que atrevimiento es ése, pastorcita?
-dijo el rey-. ¿Por qué no vigilas a tus traviesos animales?
Uno de ellos se ha tragado mi campanita
de plata.
Habrá sido sin querer, majestad
-murmuró la pastorcita.
Pero nadie pudo identificar al
corderito que se había comido la campanita de plata del rey.
-¡Los mataremos a todos! -gritó el
capitán de los soldados que acompañaban al rey, que tenía muy mal genio.
Laura, llorosa, alzó sus ojos azules
hacia el rey y suplicó:
-¡Perdón para mis corderitos, majestad!
Yo descubriré al que se ha tragado la campanilla y, así, sólo uno de ellos
recibirá el castigo.
Laura arrancó un poco de hierba y la
fue acercando al hocico de los tres corderos.
-¡Beee, beee! -dijo el primero
-¡Beee, bee! -dijo el segundo
Pero el tercero, como se había tragado
la campana de plata, abrió la boca y dijo:
-¡Tilín, tilín!
-! Este es el cordero que se ha tragado
la campanita! -gritó el rey muy enfadado.
-¡Perdonadle! -suplicó la pastora.
Pero el rey, sin hacer caso de las
súplicas de la pobre pastora, ordenó a los soldados:
-¡Castigarle como merece!
-Castigadme a mí, majestad -dijo
Laura-, pero perdonad a mi cordero.
-No puedo castigarte a ti, pastorcita
-respondió el rey-. Él se ha tragado la campana, no tú.
-Pero yo tengo la culpa por haber
venido al bosque cuando estabais cazando en él.
El rey se quedó pensativo unos
instantes, mirando a los tres corderos y a la gentil pastora que seguía
arrodillada a sus pies.
Se dio cuenta de que era buena,
generosa y bonita, y de que tenía unos hermosos ojos azules y unas largas
trenzas rubias.
-Te perdono -dijo al fin-, y perdono
también a tu corderito.
-Sois demasiado generoso, majestad
-dijo el capitán de los soldados-. Ese corderito travieso se quedará sin
castigo y vos sin campanita de plata.
-No importa -respondió el rey-. El
haber conocido a una pastorcita tan buena y gentil me compensará con creces de
la pérdida de mi campanita.
Al cabo de un tiempo, el rey y la
pastora se casaron. Todos los animales del bosque asistieron a la boda y,
naturalmente, también los tres corderitos.
-¡Beee, beee! -dijo el primero
-¡Beee, beee! -dijo el segundo
Y el tercero, el que se había tragado
la campana, abrió su boca y dijo:
-¡Tilín, tilín!
Fin
Caperucita roja
Había una vez una niña muy guapa. Su
mamá le había hecho una bonita capa roja y la muchachita la llevaba tan a
menudo que todo el mundo la llamaba caperucita roja.
Un
día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro
lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues
cruzar el bosque era muy peligroso ya que siempre andaba acechando por allí el
lobo.
Caperucita
recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que
atravesar el bosque para llegar a casa de la abuelita, pero no le daba miedo
porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: pájaros, ardillas…de
repente vio al lobo, muy grande, enfrente de ella y le pregunto: ¿a dónde vas?
A casa de mi abuelita -le dijo la niña,
el lobo pensó que no estaba lejos.
Caperucita
puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: -el lobo se ha ido-
pensó, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le
lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.
Mientras tanto, el lobo se fue a casa
de la abuelita, llamó a la puerta y la anciana le abrió pensando que era
caperucita. Un cazador que pasaba por allí lo vio todo. El lobo devoró a la
abuela y se disfrazó de ella, luego se metió en la cama de la abuelita.
No tuvo que esperar mucho, pues
caperucita llegó rápido. La niña se acercó y vio que su abuela estaba muy
cambiada.-abuelita, abuelita, ¡que ojos más grandes tienes!-son para verte
mejor- contesto el lobo-abuelita, abuelita , ¡que orejas más grandes
tienes!-son para oírte mejor, -contesto el lobo-abuelita, abuelita , ¡que
dientes más grandes tienes- son para ¡¡¡¡comerte mejor aaa! Y diciendo esto, el
lobo se abalanzo sobre la niña y la devoró.
Mientras
tanto, el cazador se había quedado preocupado creyendo adivinar las malas
intenciones del lobo y decidió echar un vistazo a ver si todo estaba bien.
Pidió ayuda a un serrador y los dos llegaron a la casa de la abuelita. Vieron
la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tanto
comer.
El
cazador saco un cuchillo y rajo el vientre del lobo. La abuelita y caperucita,
estaban allí vivas. Para castigar al lobo, el cazador le llenó el vientre de
piedra y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó, sintió mucha sed y
se fue a un estanque cerca para beber. Como las piedras pensaban mucho, cayó en
el estanque de cabeza y se ahogó.
En
cuanto a caperucita y su abuelita, no sufrieron más que un gran susto, pero
caperucita había aprendido la lección. Prometió a su abuela no hablar con
ningún desconocido que se encontrara en el camino.
De ahora en adelante, seguiría las
juiciosas recomendaciones de su abuela y
de su mamá.
Fin
El libro de la selva
Un día, baghera, la pantera negra,
encontró un bebe en una cesta que flotaba en el río. Sin dudarlo ni un momento,
lo llevó a la cueva de la loba, que acababa de tener crías.
Ésta lo adoptó y crio como si fuera su
hijo, y le puso el nombre de mowgli.
Cuando shere khan, el malvado tigre
devorador de hombres, se enteró de su existencia, salió en su busca con intención
de matarlo.
El consejo de la selva se reunió para
tomar una determinación.
Mowgli debería ir a la aldea del
hombre. Baghera se ofreció voluntaria para acompañarle.
Al día siguiente, baghera invitó al
niño a dar un paseo. Durante el camino, la pantera confesó a mowgli que le
llevaba a la aldea del hombre por temor a shere khan.
Mowgli no quería ir; él quería estar en
la selva, junto a su mamá loba y los que le querían, pero baghera se mostró
firme, no podían correr riesgos.
A la mañana siguiente se pusieron otra
vez en camino y se encontraron con baloo, el oso perezoso y más divertido de
toda la selva. Mowgli se lo estaba pasando en grande y baghera se marchó
enfadada.
Apenas había dado unos pasos cuando oyó
a baloo gritar. Unos monos habían raptado a mowgli y lo llevaban al antiguo
palacio, donde vivía el rey de los simios.
Sin dudarlo, el oso y la pantera
corrieron en su ayuda. Mientras baloo se enfrentaba a ellos, baghera montó
sobre su lomo a mowgli y huyó hacia la selva.
El cielo amenazaba tormenta.
Entre tanto, shere khan apareció y le
arrebató el muchacho a la pantera. Mowgli golpeaba al tigre con una rama seca
cuando cayó un rayo y la prendió.
Mowgli ató la rama ardiendo al rabo del
tigre, que huyó a toda velocidad.
Días después llegaron a la aldea del
hombre. Allí mowgli, curioso, se adentró en el poblado en busca de nuevas
experiencias. Entonces, vio por primera vez a otro ser humano. Baloo y baghera
sabían que allí mowgli sería feliz.